Seis pintores cubanos y una visión libertaria de la pintura
Ineluctable modalidad de lo visible:
por lo menos eso, si no más,
pensado a través de mis ojos.
James Joyce
La generación de los artistas plásticos cubanos de la década de los años 80 cambió radicalmente los derroteros ideo-estéticos del arte en Cuba, pero también la cultura cubana en su conjunto. Su conciencia moral, ideológica y social les hizo reaccionar con virulencia a la instrumentalización del arte por la política, a la cultura como propaganda ideológica, al dogma estereotipado de la identidad nacional, y crearon un arte de ideas muchas veces espontáneo, irónico, acusador, panfletario y susceptible de convertirse en una fuerza de acción ética, política y social. A través del profundo conocimiento de su cultura vernacular; a través de la apropiación de las nuevas teorías y prácticas artísticas occidentales como el postmodernismo (o postjodernismo…), el conceptualismo, el neoexpresionismo, el neo-pop… y su mezcla con lo local, lo popular, lo tradicional, lo antropológico, lo kitsch, lo grotesco, lo escatológico, lo sexual; a través de la parodia y la alegoría, el humor, el absurdo; a través de posiciones colectivas y grupales; supieron insuflar una calidad, una originalidad y una energía sin precedentes al arte latinoamericano, tanto más cuanto que no estaban sometidos en absoluto a los mecanismos financieros y especulativos del arte por el contexto político en el que vivían.
Tomás Esson, Ciro Quintana, Carlos Rodríguez Cárdenas, Glexis Novoa, Alejandro Aguilera y Segundo Planes forman parte de esta generación mítica. Siguiendo la estela de los artistas de la primera mitad de los 80, entre los que predominaban enfoques de tipo conceptual y antropológico, ellos poseen la misma conciencia crítica pero se orientan hacia una mayor radicalidad expresiva, un arte más visceral, explosivo, exuberante, barroco, festivo, humorístico, alegórico, irreverente, satírico, para concentrarse en la espiritualidad del hombre, interrogar el diktat de la realidad objetiva y mostrar que cualquier percepción de lo real no es sino el producto de construcciones históricas, ideológicas y políticas. De ahí su voluntad de socavar y desacralizar la imaginería y la retórica oficiales, los mecanismos y representaciones del poder, de explorar y manipular el concepto de política, religión, mito, arte, de interrogar y profundizar los recursos prodigiosos de la imagen visual. Su arte es un grito, un exutorio que atestigua la vitalidad y la singularidad de una generación que fue una de las más audaces, radicales y admirables de su tiempo.
Estos seis artistas ostentan una evidente predilección por las vibraciones de la pintura soberana, una fe dogmática en las potencialidades de la figuración. Su obra es una verdadera empresa de regeneración de la pintura pues saben que ella puede interferir la visión para captar mejor lo invisible. Trituran lo real de su expresión artística hasta el punto en que verdad y mito, fantasía y realidad se hallan combinados orgánicamente, atribuyendo así a los elementos que surgen en sus cuadros una dimensión otra que la de la apariencia, esto es, otra interpretación. La de la metáfora visual. En sus obras, los horizontes privados y el sentido histórico, político, social o religioso se mezclan y se oponen conscientemente a los enunciados unívocos y a las esquematizaciones, lo figurativo es renovado por una intensidad subversiva. Su andadura estética es polimorfa e imprevisible, indiferente a la ley de los géneros, a los códigos del arte, de la religión, de la moral social, de la política, del gusto, desdeñosa de la verborrea inane, enfática y sentenciosa a la que suelen propender los críticos, enemiga de las convenciones aceptadas como dogmas, lo que les hace sospechosos para los conservadores de museos, los comisarios de exposiciones y demás profesionales del arte. Estos artistas consideran el campo artístico ante todo como el ámbito privilegiado de la libertad. Una libertad individual y colectiva, violenta y desenfadada, que se afirma como la única respuesta posible frente a la pregnancia de cualquier tipo de doctrina y del fátum histórico.
Las obras de Tomás Esson son complejas, ambivalentes, crípticas, talismánicas, atormentadas, procaces, escatológicas, eróticas, insolentes, agresivas, se convierten a veces en esta fábrica del cuerpo, como el teatro de Antonin Artaud, este crisol de fuego y de carne verdadera en el cual anatómicamente, mediante el pisoteo de huesos, de miembros y de sílabas, se rehacen los cuerpos, y se presenta físicamente y al natural el acto mítico de hacer un cuerpo. Esson es un artista de la disonancia primera, perturbadora, los monstruos que pueblan sus lienzos con sus deformaciones, sus secreciones fisiológicas, son criaturas primigenias, mitológicas, son visiones alucinadas de un místico iluminado.
Los colores espléndidamente ficticios desplegados por los mosaicos neo-pop de Ciro Quintana, su subversiva seducción, definen un universo paralelo que corresponde al mundo de las ideas, al espacio mental de la pintura en el cual Quintana proyecta sus propias ficciones, sus paradigmas históricos. Su originalidad no puede reducirse a la suma de sus inspiraciones, de sus asociaciones, consiste en hacer visible toda una estratificación de imágenes, sensaciones, representaciones, y en considerar la pintura como generadora de mitos, como exhibidora de pensamientos, como una sensualidad incorporada.
Carlos Cárdenas, con su estilo que desafía la categorización, su virtuosismo técnico, su inclinación por el decorativismo kitsch, la trivialidad, el humor, el sarcasmo, el choteo (este prurito de independencia que se exterioriza en una burla de toda forma no imperativa de autoridad, según Jorge Mañach), es un analizador socarrón y sutil del ser humano en medio de las utopías políticas e ideológicas, un saboteador metódico del espíritu de seriedad y de los mecanismos de la autoridad, en una palabra, un perfecto cínico (en su acepción griega) en busca de una amplificación de la vida sensible.
La estética metafórica, sofisticada y preciocista de Glexis Novoa, su utilización sistemática de una simbología inspirada en la iconografía política o la representación arquitectónica, la variedad de los soportes y técnicas que utiliza (papel, tela mármol, óleo, lápiz, grafito…), constituyen una forma de meditar sobre la representación del poder, sea político, religioso o económico, la naturaleza de las ideologías, el peso de la política que termina aplastando al ser humano como en estas ciudades futuristas marmoleras que son una premonición.
Alejandro Aguilera está sujeto a las pasiones visuales y es alérgico a la idea de que una obra pueda limitarse a un estilo. Su designio fundamental es ensanchar el territorio del arte y buscar nuevas formas de expresión. Con Aguilera, no se trata de modernismo o de primitivismo, no se trata de pintura, de dibujo, de escultura, sino de arte y, en consecuencia, de intensidades sensitivas, de pensamiento. Toda su obra es una reflexión sobre el arte. El arte como herramienta para aprehender y revelar, para captar fuerzas. El arte como mística, como sensualismo, como manifestación de una idea, como conciencia ensanchada del mundo.
La obra de Segundo Planes es un auténtico sumergimiento en un universo fantasmagórico, poético, lírico, barroco, desmedido, exuberante, paranoide, que traduce los distintos componentes de su individualidad, de su subconsciente, de sus visiones. Existe un estilo Segundo Planes que enaltece la potencialidad expresiva de la pintura y está plagado de una prodigiosa inventiva visual, instintiva y espontánea. La composición de sus quimeras pictóricas es de una insigne originalidad por su destreza técnica, su calidad cromática, la diversidad de su inspiración y la interpretación alegórica de ésta. Segundo se apoya en la historia del arte para inventarse una modernidad y demostrar que la pintura, como proceso novador de producción de subjetividad, es todavía y siempre posible, a condición de ser retomada en estado naciente.
Estos seis artistas saben que una obra de arte sólo existe a través del filtro de la mirada de cada uno y que ver constituye una fase del conocimiento (el ojo escucha, dijo Claudel). Saben que una obra de arte no es una mera representación del mundo, sino un mundo en sí que celebra el enigma de lo visible y hace profesión de las cosas mudas, como decía Poussin. Ellos son pintores hasta las más ínfimas fibras de su ser, pintores capaces de abrazar la pintura por arriba y por abajo, por todos sus costados, en todos sus sentidos, pintores nacidos para destruir o renovar la pintura, para desbrozar y abrir nuevos horizontes a una pintura que no es obsoleta (sólo ella es capaz de cartografiar los estratos de cuarenta mil años de arte), una pintura que hoy renace una vez más de sus cenizas en esta aventura cotidiana durante la cual puede dar a los sueños un poco más de realidad y a la realidad un poco menos de crueldad y de tenebrosidad. Ellos saben que la pintura no es sólo una cuestión de técnica ni de forma, sino de sensación y de visión, una forma de ser, una idea de las cosas incorpóreas.
François Vallée
Rennes, Francia, abril de 201
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